Sobre Shakespeare

 (Artículo publicado en revista ‘Ñaque’, Ciudad Real (España); nº. 48, febrero 2007)

¿ALGUIEN PUEDE PENSAR QUE SHAKESPEARE NO ESTABA EN SU SANO JUICIO?
Si nos detenemos a pensar en ello, puede antojársenos algo sorprendente que en la enseñanza general, el conocimiento del Teatro se aborde como si fuese un apartado de literatura, ajustándose a un análisis excesivamente enfocado a rebelar cuanto de la obra escrita concierne al lenguaje literario. Sorprendente y, en cierto modo, reduccionista porque, según se mire, el Teatro es algo más que eso, es un ejercicio integrador de géneros artísticos, entre los que figura también y de manera imbricada, el literario que, evidentemente, no es el único género que acude a la convocatoria; dándose el caso de que, para mayor INRI, el Teatro constituye un eficiente –yo diría que insoslayable; si no lo consideran así, ¡allá películas!- instrumento tradicional en la dinámica pedagógica de la Escuela que merecería, ya solo por esta sola función, una atención especial y una oportunidad de análisis más profundo que el esfuerzo por dejar clara la inserción de su vertiente literaria en corrientes, tendencias, escuelas… y que el mero análisis de la palabra desde un punto de vista literario; sobre todo, cuando ese estudio se emprende al margen del análisis de la acción dramática propuesta por ese texto y de la intervención e interacción artística que sugiere.
Vale que, desde Literatura, parece justo que se afronte la obra y su autor desde un prisma literario, pero, visto desde una perspectiva más amplia, en la Escuela no se puede secuestrar la palabra, para someterla a estudio al margen de la intención no solo de la estructura dramática de la obra, sino también de la resolución escénica que esa palabra sugiere; sobre todo, si se tiene en cuenta que el Teatro, como fenómeno de vocación holística, tiene su específica forma de expresarse y que, además, esta peculiar forma abarca la intervención de y en otras dimensiones artísticas. Sin embargo, da la sensación de que no importa que su conocimiento quede expresamente limitado a un único aspecto.
El resultado es que, a excepción hecha de una proporción mucho más escasa de lo que se cree, el teatro apenas se utiliza en las aulas, a pesar de su manifiesta utilidad pedagógica, mientras que se ve encorsetado en los capítulos correspondientes que nos ilustran sobre épocas, estilos, escuelas, corrientes, tendencias y qué autores se adscriben a ellas. A continuación, es posible que se emprenda a palo seco, el análisis literario del texto de alguna de estas obras, extirpándolo de la estructura dramática que soporta y da sentido final al texto. La impresión es que lo único que interesa es el ranking de un prestigio académico y algo del substrato literario de la obra, mientras se soslaya adrede la propuesta escénica que contiene un texto teatral. Propuesta escénica que, aunque en ocasiones aparece de forma explícita, a menudo se oculta en lo que no se dice o en aquello que apenas se insinúa con la pretensión de que la acción dramática, en manos de personas distintas al autor, profesionales de diferentes especialidades artísticas, fluya para construir verosímilmente la historia que estemos contando sobre el escenario. Esta relación entre artes y sus profesiones (autor, director, escenógrafo, músico, coreógrafo, figurinista, etc.), tan esencial como lo pueda ser la faceta estrictamente literaria, queda normalmente arrinconada en los planes de estudio generales, a pesar de que el teatro constituye un fenómeno cultural vivo en nuestra sociedad, recurso educativo fiel y eficaz además, al que se debería atender fomentando su conocimiento y el ejercicio de nuestra sensibilidad hacia él.
Es muy posible que, puestas así las cosas, contemplándolas solo desde la vertiente literaria se haya encumbrado más de una obra sin grandes méritos escénicos y que por idéntico motivo, se haya hundido en el irrecuperable ‘rio do esquecemento’ algunas joyas de nuestra arqueología teatral.
Se debe reconocer, no obstante, que, a partir de algunos textos literarios no concebidos en principio para su posible aplicación teatral, se han realizado inolvidables puestas en escena; así como también, es cierto que, entre los más destacados de la literatura universal, figuran nombres de autores teatrales. Entre ellos, Shakespeare, ¿quién lo duda? (Harold Bloom lo considera: “el escritor más eminente de todas las lenguas occidentales”(1). No deja de ser una paradoja para los estudiosos de Literatura que precisamente sea considerado el no va más un dramaturgo, actor también, una persona que, en definitiva, escribió la mayor parte de su obra literaria enfocándola hacia la práctica teatral) Pero ello no justifica que se omita la formidable oferta de ejercicio de sensibilización artística que prometen estas otras facetas que del Teatro no se enseñan. Las obras de Shakespeare fueron importantes en su tiempo y siguen teniendo importancia ahora, por su estructura dramática, además de que también la tengan por su valía literaria.
La duda que mantengo es triangular:
1.    Que se imparta el conocimiento del Teatro como un elemento subsumido en la enseñanza de Literatura.
2.    Que, más allá de esta duda sobre la ubicación de su enseñanza dentro del ámbito literario, no haya interesado la enseñanza del proceso de elaboración de la acción dramática y del espacio interdisciplinario que dan vida al fenómeno.
3.    Y que no se aproveche ese potencial interdisciplinario para llevar a cabo su enseñanza a través de su propio ejercicio en clase y del aprendizaje del amplio abanico de aspectos artísticos con los que tan eficazmente se relaciona.
Decir que el Teatro es mucho más que lo que dice un texto, no debería ofender al autor ni mucho menos, al mundo literario en general. El texto teatral lo es todo, pero no es nada mientras no se consustancie con otras voluntades a lo largo del camino hacia el fin para el que ha sido creado: la ejecución escénica. Eso es todo y esa pretensión de consustancialidad se produce desde el arranque, desde el mismo texto; por eso, es tan difícil leer teatro, ya que la vertiente literaria esconde, a veces, la propuesta escénica y, en ocasiones hace aflorar algunos espejismos debido a que, como antes plateábamos, para comprender toda su dimensión, se debe tener en cuenta tanto lo que se dice como lo que no se dice, pero que con la labor en escena tiene que ver. (¿Sería aconsejable que en la Escuela se tuviese la oportunidad de aprender a leer Teatro?)
Lo que estoy intentando expresar no es otra cosa que, para estudiar teatro no hay nada mejor, más sencillo ni más imprescindible que hacer teatro y que haciendo teatro se puede abordar mejor su contenido literario, con mayor eficacia que intentando observarlo desde una actitud puramente literaria.
Para ilustrar este punto de vista y rayando quizás en lo blasfemo, voy a atreverme a proponer que, aunque hay un mar infinito de donde extraer ejemplos, nos detengamos en una escena casi sagrada de la literatura universal y, a su vez, del teatro, universal también, el desenlace de Hamlet. Indiscutible obra literaria y asimismo indiscutible obra dramática.
Como con todo, hemos de acudir, no obstante, a los antecedentes que en la trama dramática anuncian lo que en este desenlace de la obra habrá de acontecer.
Partiremos, para nuestro razonamiento, del acto anterior; de aquel momento en que el Rey y Laertes conciertan cómo dar muerte a Hamlet. Para llevar a cabo semejante propósito, el Rey está proponiendo a Laertes la ejecución de un duelo a espada entre él y Hamlet:
Rey.- Desde luego, ningún lugar debería dar santuario al crimen: la venganza no debería tener límites. Pero, buen Laertes, haz esto: quédate encerrado en tu cuarto, HamIet, al volver, sabrá que has vuelto a la patria: le pondremos alrededor quienes alaben tu excelencia y pongan doble barniz en la fama que te dio el francés; hasta que al fin os reúnan y apuesten por vuestras cabezas.
Y que, simulando un descuido, uno de los dos floretes, el de Laertes, carezca del tapón que normalmente ha de proteger a su rival en un duelo de estas características.
Rey.- Él, como descuidado, generoso y libre de toda sospecha, no observará los floretes, de modo que con facilidad, o con fácil escamoteo, podrás elegir una espada sin botón, y, con un golpe hábil, pagarle por tu padre.
Con esta estratagema, el monarca está tramando un procedimiento para materializar sus propósitos, camuflándola en artero disimulo, pues, desconociendo que la espada de su contrincante no tiene protección, Hamlet actuará sin recelo a que le hieran. Morirá, según lo previsto, sin oponer más resistencia que la que se otorga a una pugna producida en un inocente juego, sin saber que le están matando, quién lo está haciendo, cómo ni cuándo. Sin embargo y gracias al diálogo, el público estará enterado, de que ha sido acordado matar a Hamlet y cómo hacerlo de manera disimulada e inesperada, además de irremediable para el príncipe. El público comienza a saber más que algunos personajes acerca del destino que les aguarda, lo que contribuye a agudizar el sentimiento de empatía que normalmente se genera hacia los protagonistas de una obra.
No contento con ello e intuyendo habilidad y suerte en su contrincante, Laertes da cauce a una solución más certera que la de abandonar al azar que la suerte favorezca una cuchillada mortal; por lo que aporta su granito de arena a la conspiración:
Laertes.- Así lo haré, y con ese intento untaré mi espada: compré a un charlatán un ungüento tan mortal que sólo con mojar en él un cuchillo, donde saque sangre, no hay emplasto tan raro, hecho con todos los elementos que tienen virtud bajo la luna, que pueda salvar a ese ser de la muerte, aunque sólo esté arañado. Tocaré la punta con ese contagio para que, si le rozo ligeramente, sea muerte.
Con lo que el público es conocedor de la tan inesperada como fulminante maquinación que amenaza a Hamlet. Ya está condenado a muerte: apenas la punta del florete desprovisto de  protección consiga producirle un rasguño, irremediablemente, la ponzoña le arrebatará la vida.
Pero, para acabarlo de redondear, el Rey añade su última vuelta de tuerca a esta intriga:
Rey.- Haremos una solemne apuesta sobre vuestras habilidades... Ya lo tengo: cuando estéis acalorados y sedientos en vuestra agitación -y para ello haz más violentos tus asaltos-, y él pida de beber, le tendré preparada una copa para la ocasión, en la cual, sólo al sorber, si por casualidad escapa de tu estoque envenenado, puede apoyarse nuestro intento...
El Rey ha añadido a la conjura que pondrá veneno en la copa de Hamlet, cuando éste esté sediento y pida de beber. De esta guisa, el público es cada vez más consciente de la intriga que se entreteje en los subterráneos de la trama y barrunta ya el desdichado destino que se cierne sobre el protagonista de la historia.
Hasta ahora, toda esta información la proporciona el diálogo, el texto hablado. Más tarde, se concierta el duelo con Hamlet, quien accede a comenzar de inmediato, dando paso a la escena donde se produce el desenlace.
Pero, ante todo, cabe considerar que el autor ha situado esta intrincada maquinación en el instante en que se despliega un componente ancestral del lenguaje dramatúrgico: el patente enfrentamiento entre protagonista y antagonista. Es patente porque ambos están armados de sendos floretes y han de luchar entre sí y son claramente protagonista y antagonista porque, a pesar de que el antagonista natural es el Rey, Laertes se convierte en su brazo armado, en el instrumento ejecutor de sus alevosos planes.
El enfrentamiento entre protagonista y antagonista constituye una fórmula tradicional para conseguir una calculada intensidad dramática: Algo trascendente para la historia que estamos compartiendo ha de suceder de inmediato, a partir de que protagonista y antagonista blandan sus espadas frente a frente. Sin duda, el espectador, a partir de esta situación añadida a la amenaza de muerte que el veneno anuncia, ha de esperar una consecuencia decisiva para los sucesos que está viviendo.
Se produce por fin el choque. Sobre el escenario se ha de desplegar una lucha a espada que solo se indica en una, más que breve, brevísima acotación:
‘(Esgrimen)’, es todo lo que dice la sucinta acotación.
Esgrimen pues, Hamlet y Laertes sus espadas y del primer lance sale victorioso el príncipe.
Osric.- Tocado, claramente tocado.
Momento en el que el Rey aprovecha para iniciar la consumación de sus propósitos.
Rey.- Esperad, dadme de beber. Hamlet, esta perla es tuya. A tu salud. Dadle la copa.
Se da por supuesto que hay más de una copa y que el Rey ha introducido la perla envenenada en la de Hamlet.
El público siente la inminencia del desenlace concertado. Está avisado de que Hamlet puede ser muerto por tres vías que se pueden combinar o complementar entre sí: la ausencia de botón en la espada, la ponzoña en la punta y el veneno en la copa que le han servido.
Puede parecer que la estratagema empleada por Shakespeare -la de ofrecer al público un privilegiado conocimiento sobre cuanto está ocurriendo, superior incluso al que logren algunos de los personajes de la historia y que frecuentemente tiene ver con alguna amenaza inesperada por ellos- es casual o impensada, de no ser porque esta estratagema aparece también en otros fragmentos de la obra y en otros momentos estelares de su dramaturgia, como aquel en que Romeo decide envenenarse en compañía de lo que erróneamente cree cadáver de Julieta. El público vuelve a ser blanco de esta estrategia, ya que está debidamente advertido de que ella, que permanece inconsciente bajo los efectos de un filtro especial, no está realmente muerta, aunque lo parezca, mientras que Romeo, creyendo que sí lo está, se está quitando la vida.
El público se siente impelido a intervenir en los acontecimientos, a advertir de algún modo a aquellos personajes sobre el mal que se les avecina, para que eviten su fatal destino. La película dirigida por John Madde, ‘Shakespeare in love’, proporciona una divertida alusión a este efecto, cuando una de las espectadoras interpela a Julieta para hacerle notar que Romeo yace muerto junto a ella tras haber ingerido el brebaje que le ha quitado la vida. Se ha producido un acontecimiento que Julieta no ha podido conocer desde su ficticio sueño, pero que la espectadora ha podido presenciar.
Sabe más que el personaje afectado por la trama, lo que genera en ella un sentimiento de empatía hacia los seres que ingenuamente deambulan por la historia hasta tropezarse con su fatídica consecuencia; es lo que le impele a participar.
Es un ardid que no es exclusivo del lenguaje teatral; también se utiliza en el meramente literario, con la particularidad, que es lo que se pretende resaltar en esta reflexión, de que en el teatro, muchas veces no descansa en esa parte literaria, sino en la acción dramática y que, en ocasiones, no se dice o apenas se sugiere, apoyando, por tanto, su ejecución en la creatividad escénica de la pléyade de artistas que coadyuva a ejecutar una obra de arte llamada Teatro.
Sin embargo y siguiendo con Hamlet, a continuación se produce un primer imprevisto, que juega con el casi inevitable efecto de empatía generado y que, en cierto modo, contraría ese sentimiento, ya que nuestro protagonista, refiriéndose a la invitación del Rey, dice:
Hamlet.- Quiero hacer primero este asalto: dejadla ahí un poco. Vamos. ¡Otro golpe! ¿Qué dices?
Hamlet, de momento, ha rehusado beber. Está posponiendo su destino; ese destino que el público ya empieza a considerar probable. ¿Puede que todavía consiga eludirlo?
A renglón seguido, se origina un nuevo imprevisto que agita aún más las expectativas de cualquier espectador:
Reina.- Está sofocado y corto de aliento. Ven, Hamlet, toma mi pañuelo, sécate la frente. La Reina brinda por tu fortuna, Hamlet.
Hamlet.- ¡Buena señora!
Rey.- ¡Gertudris, no bebas!
Reina.- Beberé, señor: por favor, perdonadme.
Rey [Aparte].- ¡Es la copa envenenada: ya es tarde!
Una nueva víctima incauta, la Reina, es inmolada en la inexorable trayectoria de esta tragedia. Mucho más allá de lo que pretendían los implicados en la conjura, es la reina quien ha bebido de la copa envenenada, mostrándose ingenuamente a un público que es mucho más consciente que ella de su inminente final.
Mientras, Hamlet, el protagonista y verdadero blanco de la conspiración, continúa retrasando su, a todas luces, ineludible destino.
Hamlet.- Todavía no me atrevo, señora: dentro de poco.
Nos tienen con el alma en vilo. Ella se ha matado sin saberlo y él sigue en su cuerda floja como si tal cosa, burlándose de su destino. Ninguno de los tres elementos letales que le amenazan ha logrado actuar.
Pues, aún surge un nuevo hecho fortuito capaz de hacer pender  aún más, si cabe, nuestro espíritu de espectador de ese finísimo hilo con el que soportar tanta carga emocional. Este imprevisto viene de la mano de una breve exclamación:
Laertes.- ¡Ahí va esa!
y de una escueta acotación:
Riñendo, se cambian los floretes y quedan ambos heridos.
Es decir, que hemos de entender que, en medio de una furiosa contienda que obliga a intervenir al Rey para apaciguarlos, Laertes, con ese ‘¡Ahí va esa!’ ha conseguido por fin su propósito, ha herido a Hamlet; pero, acto seguido a recibir la mortal estocada, éste, después de intercambiar los floretes en un lance inesperado del irrefrenable combate, inopinadamente ha malherido también a su contrincante con el arma que éste había empuñado en un principio, sin tapón protector y untada de veneno. Los dos contendientes han sucumbido a la misma trampa. Uno lo sabe y el otro, no.
No debemos obviar tampoco lo que en escena puede suceder a partir de esa brevísima acotación: cruce de espadas, movimientos violentos de los contendientes, jadeo produciendo ruido y una dinámica frenética.
Hemos alcanzado además, un océano de sentimientos. El espectador sabe que la Reina, Hamlet y Laertes están irremediablemente  muertos, que Hamlet y la Reina no son conscientes de su fin, mientras que el Rey y Laertes lo saben todo y Laertes tiene que soportar el trágico destino que él mismo se ha fraguado.
Laertes.- Pues caído como una chocha en mi propia trampa, Osric: mi propia traición me mata justamente..
Encima, el escritor ha aprovechado este mosaico de emociones para situar en escena el enfrentamiento supremo, espada en mano, entre protagonista y antagonista; momento culminante donde los haya en un espectáculo teatral; suficiente motivo para sorber, por sí sólo, el seso del público. Metido en semejante berenjenal, ¿de qué sentimiento puede escapar el espectador ante la sutil urdimbre preparada por el autor de la obra?  ¿Cómo podrá evitar el deseo de participar en aquella historia? Y todo este enorme y tupido enjambre de acciones y situaciones anda entremetido entre una breve exclamación y un escueto comentario del autor, donde la literatura se aparta y hasta se esconde, ante el planteamiento teatral.
Atrapado por este zafarrancho escénico, entre una acción trepidante, refriega con espadas chocando e hiriendo, inconfesables complicidades, veneno de diferentes clases y por distintas vías, intriga, enfrentamiento entre protagonista y antagonista, maldad insondable, muerte, engaños, ensañamiento, ingenuidad y ese palco excepcional que le brinda el texto para que pueda contemplar la trastienda de los acontecimientos, paradójicamente, el espectador aún recibe una buena ración de excelente literatura. Cierto es que la dosis ha disminuido; el autor debe tener en cuenta la convulsión escénica que propone, porque el flujo verbal disminuye deliberadamente. No obstante, en medio de esa maraña, el espectador sigue recibiendo una literatura prodigiosa, aunque no esté en situación de saborearla, aunque todo aquel artefacto dramático le impida estar atento a ella.
Es comprensible que todo este desbordamiento de sensaciones, de forma intencionada, haya de conducir después de la tragedia vivida a un estado más sosegado, sin lugar a dudas esperado después de tanto frenesí, donde puede que el autor pretenda que el público esté preparado para escuchar en mejores condiciones los solemnes discursos de Horacio y Fortimbrás, quienes a continuación vienen a trenzar sus conmovedoras reflexiones. Pero hasta ese instante, se ha producido tal carga emotiva y ha sido tan intensa la acción sobre el escenario, que se ha hecho muy difícil prestar la sutileza de oído y la precisión de entendimiento que la riqueza verbal merece. Sin embargo, el autor nunca renuncia a escribir bien, pese a haber sometido ese texto tan delicadamente elaborado a sus intensas indicaciones y sugerencias dramatúrgicas. ¿Alguien puede pensar que Shakespeare no estaba en su sano juicio? Nadie puede dudar de que era un hombre conocedor del medio teatral –nos lo indican las estrategias que adopta constantemente-. ¿Por qué se empecina en mantener ese caudal de perfección verbal, pese a que probablemente él mismo no nos permita permanecer atentos al texto y abandone en manos de actores y directores la construcción de esos espacios aparentemente vacíos, indicados en tan breves acotaciones y, a veces, sugeridos en aquello que no se dice ni en diálogos ni en acotaciones?
*      ¿Acaso sólo sabía escribir bien?
*      ¿Acaso era de la opinión de que, para escribir correctamente, nunca se debe bajar la guardia?
*      Quizás el autor, como responsable del idioma que han de manejar los intérpretes de la obra, se haya propuesto que éstos ejerciten siempre con el lenguaje más perfecto posible.
*      Quizás, porque, al fin y al cabo, la decisión de subir al escenario una obra escrita, parte siempre de una lectura previa. La primera impresión es importante; por ello, es conveniente que su faceta literaria sea intachable.
*      porque frecuentemente editores, crítico y entendidos tienden a leer y juzgar una obra teatral en clave literaria.
*      Porque muy poca gente lee o sabe descifrar las piezas teatrales desde una óptica teatral, desentrañando los elementos escénicos que contiene y la relación que se puede establecer entre ellos; aquellos elementos que, una vez en vivo esa palabra, como un misterioso soufflé, consiguen engendrar una acción dramática.
No se pretende ceñir en un solo manojo la compleja obra de Shakespeare; ni mucho menos, acertar en todas sus intenciones. En cualquier caso, si, aunque con menos densidad, siguió escribiendo bien lo poco o mucho que en este trecho comentado dejó escrito, también deja manifiesto su considerable dominio de la estructura y de los recursos técnicos del espectáculo teatral, concitándonos a un posible análisis más holístico de su obra, menos enmarcado por una única perspectiva, dejándonos bastante claro que Teatro no es todo Literatura o, al menos, que Teatro no es sólo Literatura y que, si lo miramos únicamente desde este enfoque, no dejará de depararnos un análisis un tanto cojo.
Ciertamente sea imposible avanzar en la ponderación de la estructura dramática de una obra teatral, sin considerar al propio tiempo, el ámbito literario como elemento inherente a esa estructura global, admitiendo que forman una estructura artística única; lo que no impide pensar que lo contrario, lo que se ha estado haciendo hasta ahora y desde lo que alcance la memoria en la Escuela, desgajar el substrato literario de la intención y, por tanto, del análisis artístico común, posiblemente constituya una aberración y de paso, tampoco nos impide sospechar, metidos aún en el ámbito educativo, que precisamente la omisión de la parte más divertida (la del ensayo y la representación teatral) haya sido una estrategia didáctica desacertada.
Antes de acabar, manifestar que, para tratar en clase el universo teatral, no hay otra cosa como, ni más ni menos, hacer teatro, como atreverse a escenificar pequeños fragmentos, intentando aprovechar el dispositivo interdisciplinario que ofrece este ejercicio, sin descartar en ningún momento el análisis de la carga literaria que contenga. Es lo más sencillo, más útil y más divertido.
¿Por qué, enfrentados a la tesitura de explicar en clase la obra de Shakespeare en el ámbito de la Literatura Universal, no se hace simplemente ensayando, entre otras, esta breve escena final de Hamlet? De manera que, a través de un ejercicio verdaderamente lúdico (Hacer teatro en clase y, encima, luchando a espadas) se muestre un conocimiento más próximo a la propuesta artística que sostiene el arte escénico y, de paso, se dé cauce asimismo, a la oportunidad de analizar la estructura de este espléndido texto desde un punto de vista literario, después de haber intentado edificar la acción dramática que sugiere y, por lo tanto, haberlo podido vivir en escena; análisis literario, eso sí, en alta y a viva voz, que es, sin lugar a dudas, para lo que fue escrito.
Miguel Pacheco Vidal
4/5/2006



(1)     Cómo leer y por qué’; Harold Bloom; Ed. Anagrama; Colección Argumentos; (Barcelona, 2.000)